¿Quién fue Juan XXIII?

«Angelo Giuseppe Roncalli, hijo de una familia numerosa y devota de la campiña italiana; sacerdote diocesano de Bérgamo; profesor, maestro y pastor; representante del Papa en Oriente y Occidente; Patriarca de Venecia; el Papa que convocó e inauguró el Concilio Vaticano II… El Papa bueno lo llamó el pueblo, reflejó la Bondad de Dios durante toda su vida…Este hombre bueno, este buen pastor, nos tendió los brazos y nos condujo con ternura a la escuela materna de la Iglesia. Se hizo prójimo de todos. Como él dijo: “Mi familia es el mundo entero”. Nos habló con el lenguaje de la bondad de Dios encarnado en un corazón lleno de caridad…»[1]
¿Su espiritualidad y su misión pueden orientar nuestra tarea como formadores de catequistas? Sencillez, humildad, cercanía, empatía con todos y un gran sentido del humos, notas que tenemos que tener presentes en nuestra tarea cotidiana. «Entendió su misión como “la defensa ante todo y en todas partes de los derechos de la persona humana y no sólo los de la Iglesia Católica”. Y ante los cambios de la época firmó: “ No es el Evangelio el que cambia, somos nosotros los que empezamos a comprenderlo mejor”»… hoy ante el cambio epocal que vivimos esta apertura nos interpela a buscar caminos creativos en el diálogo con la cultura.

Su escudo papal nos inspira hoy a ser obedientes a la voluntad de Dios sin desoír los interrogantes que la historia nos presenta en estos tiempos.
Podríamos seguir nombrando detalles sobre su vida y su misión, obras como Mater et Magistra o Pacem in terris, hoy nos siguen inspirando, pero nos parece importante releer lo que se conoce como el Discurso de la luna que el Papa pronuncia al pueblo en Roma el primer día del Concilio Vaticano II:[2]
El jueves 11 de Octubre de 1962, al anochecer, más de cien mil personas se reunieron en la plaza de San Pedro del Vaticano. Los gritos de la gente llegaron hasta la habitación del Papa, Juan XXIII, que impresionado se acercó a la ventana y vio una multitud de personas con antorchas a las que les dirigió unas ungidas palabras.
Narra Mons. Capovilla[3] que «aquella noche, el papa Juan estaba muy emocionado. No hablaba, vivía como ensimismado. Se sentía ya enfermo. Para él, lo importante era que el concilio había empezado. No le preocupaba si lo podría acabar él o su sucesor. Estaba sereno. Por la noche, la Acción Católica había congregado en la plaza de San Pedro a 100.000 personas, con las antorchas en la mano. Era un espectáculo. Le pedimos que se asomara a la ventana y dijera unas palabras, pero se enfadó: ‘Ya he hablado una vez. basta, les dijo». Y Capovilla añadió: “Le gustaba hablar poco y con gran sencillez, para que le entendieran todos. Y sobre todo huía de los aplausos de la masa, que le molestaban mucho. Cuando alguien le pedía que preparara un discurso, por ejemplo, para los presos, decía: ‘Si quieren que hable de los presos, prepararé un documento sobre el tema, pero si yo voy a ver a los presos quiero sólo abrazarles y hablarles con el corazón de lo que me salga en ese momento”.

Aquella noche, los gritos de la gente reunida en la plaza subían hasta las habitaciones pontificias. Capovilla le dice: “Santo Padre, asómese por lo menos a los cristales para contemplar el espectáculo de las antorchas”. Se asomó a la ventana y debió impresionarse, porque le dijo al secretario: “Abra la ventana y ponga el tapiz rojo“. Se asomó, y en ese momento se encontró frente a él con la luna llena. Y fue cuando pronunció, improvisándolo, el famoso discurso de la luna (“también ella está contenta hoy”) y de la caricia a los niños:
«Queridos hijitos, queridos hijitos, escucho vuestras voces. La mía es una sola voz, pero resume la voz del mundo entero. Aquí, de hecho, está representado todo el mundo. Se diría que incluso la luna se ha apresurado esta noche, observadla en lo alto, para mirar este espectáculo. Es que hoy clausuramos una gran jornada de paz; sí, de paz: “Gloria a Dios y paz a los hombres de buena voluntad” (cf. Lc 2,14).
Es necesario repetir con frecuencia este deseo. Sobre todo, cuando podemos notar que verdaderamente el rayo y la dulzura del Señor nos unen y nos toman, decimos: He aquí un saboreo previo de lo que debiera ser la vida de siempre, la de todos los siglos, y la vida que nos espera para la eternidad.
Si preguntase, si pudiera pedir ahora a cada uno: ¿de dónde venís vosotros? Los hijos de Roma, que están aquí especialmente representados, responderían: “¡Ah! Nosotros somos vuestros hijos más cercanos; vos sois nuestro obispo, el obispo de Roma”.
Y bien, hijos míos de Roma; vosotros sabéis que representáis verdaderamente la Roma caput mundi, así como está llamada a ser por designio de la Providencia: para la difusión de la verdad y de la paz cristiana.
En estas palabras está la respuesta a vuestro homenaje. Mi persona no cuenta nada; es un hermano que os habla, un hermano que se ha convertido en padre por voluntad de nuestro Señor. Pero todo junto, paternidad y fraternidad, es gracia de Dios. ¡Todo, todo! Continuemos, por tanto, queriéndonos bien, queriéndonos bien así: y, en el encuentro, prosigamos tomando aquello que nos une, dejando aparte, si lo hay, lo que pudiera ponernos en dificultad.
La luz brilla sobre nosotros, que está en nuestros corazones y en nuestras conciencias, es luz de Cristo, que quiere dominar verdaderamente con su gracia, todas las almas. Esta mañana hemos gozado de una visión que ni siquiera la Basílica de San Pedro, en sus cuatro siglos de historia, había contemplado nunca.
Pertenecemos, pues, a una época en la que somos sensibles a las voces de lo alto; y por tanto deseamos ser fieles y permanecer en la dirección que Cristo bendito nos ha dejado. Ahora os doy la bendición. Junto a mí deseo invitar a la Virgen santa, Inmaculada, de la que celebramos hoy la excelsa prerrogativa.
He escuchado que alguno de vosotros ha recordado Éfeso y las antorchas encendidas alrededor de la basílica de aquella ciudad, con ocasión del tercer Concilio ecuménico, en el 431. Yo he visto, hace algunos años, con mis ojos, las memorias de aquella ciudad, que recuerdan la proclamación del dogma de la divina maternidad de María.
Pues bien, invocándola, elevando todos juntos las miradas hacia Jesús, su hijo, recordando cuanto hay en vosotros y en vuestras familias, de gozo, de paz y también, un poco, de tribulación y de tristeza, acoged con buen ánimo esta bendición del padre. En este momento, el espectáculo que se me ofrece es tal que quedará mucho tiempo en mi ánimo, como permanecerá en el vuestro. Honremos la impresión de una hora tan preciosa. Sean siempre nuestros sentimientos como ahora los expresamos ante el cielo y en presencia de la tierra: fe, esperanza, caridad, amor de Dios, amor de los hermanos; y después, todos juntos, sostenidos por la paz del Señor, ¡adelante en las obras de bien!
Regresando a casa, encontraréis a los niños; hacedles una caricia y decidles: ésta es la caricia del papa. Tal vez encontréis alguna lágrima que enjugar. Tened una palabra de aliento para quien sufre. Sepan los afligidos que el papa está con sus hijos, especialmente en la hora de la tristeza y de la amargura. En fin, recordemos todos, especialmente, el vínculo de la caridad y, cantando, o suspirando, o llorando, pero siempre llenos de confianza en Cristo que nos ayuda y nos escucha, procedamos serenos y confiados por nuestro camino.
A la bendición añado el deseo de una buena noche, recomendándoos que no os detengáis en un arranque sólo de buenos propósitos. Hoy, bien puede decirse, iniciamos un año, que será portador de gracias insignes; el Concilio ha comenzado y no sabemos cuándo terminará. Si no hubiese de concluirse antes de Navidad ya que, tal vez, no consigamos, para aquella fecha, decir todo, tratar los diversos temas, será necesario otro encuentro. Pues bien, el encontrarse debe siempre alegrar nuestras almas, nuestras familias, Roma y el mundo entero. Y, por tanto, bienvenidos estos días: los esperamos con gran alegría».
¡Gracias a Dios por su vida y su ministerio!!! Nosotros intentamos ser fieles a su legado.
[1] Para esta breve presentación consultamos la obra de Jorge Aiello y Carlos Galli, San Juan XXIII, La Iglesia de la ternura, 2014, Ágape Libros y otros textos del P. Carlos Galli quien está a cargo de la Capilla San Juan XXIII, en el barrio de Flores, CABA
[2] Extraído del sitio Catholic net
[3] Loris Francesco Capovilla (14 de octubre de 1915) es un cardenal italiano, el más longevo de la Iglesia Católica. Fue creado cardenal por el Papa Francisco en 2014. Inició su labor como sacerdote patriarcal con el cardenal Angelo Giuseppe Roncalli, electo Patriarca de Venecia en 1953, que lo tomó como su secretario personal. Después de ser elegido como Juan XXIII, Capovilla mantuvo su puesto y asignación y le siguió a Roma. Fue su más estrecho colaborador durante su pontificado, que terminó en 1963, participando también en el Concilio Vaticano II.